Consejo para escribir un blog.

Nadie soy, ni siquiera, tampoco, se bien de qué trata todo esto. Soy escéptico, además de en todo lo otro, sobre lo mucho que se exalta estas formas de comunicación. Lo he dicho. Y sin embargo, acá me ven. Un amigo, a quien, en verdad, no conozco personalmente y quizás, dadas las distancia, jamás conozca, pero igualmente y de verdad un amigo, me dice que cierra el blog. No es un gran tema, abren y cierra como una puerta, giratoria, pero el caso es que se siente mal por cerrarlo. Pues, hombre, no lo cierres entonces y listo. No, es que no lo logro, me dice. ¿Qué? Nadie lo lee, dice. Y, a ver, yo digo: que siempre será un puñado pequeño de lectores, que hay casos, que bueno, qué se yo: que hay que darle. Y prometo, además, escribir algo al respecto. Lo prometí hace algunos días, y sin embargo, todavía siento algo de pudor. Supongo que si lográs hacer reír a alguien, una vez, ya está. Si alguien se enoja, una vez aunque sea, ya está. Si suponés que no es inútil, entonces, no sé: quizás sí, hay que cerrarlo. Esto es inútil, densamente inútil. Impresiona considerar que en la batalla contra el tiempo se pierde cuando uno hace lo que quiere, pero esas son las reglas del juego. Ya estaban antes. Ya, se suponía, habíamos decidido que a cada rato y a cada día elegiríamos rebelarnos o parar.

Digo, entonces, esto: como en la vida, la constancia es terminal. No todos podemos decir que este pez ya no muere por tu boca, ni que algo es falso como la sonrisa de un camarero, o que loco no puedo, solo no quiero, solo soy siendo neurótico; eso les sale a algunos y hay una chispa que por más perseverancia, por más empuje, por más lecturas, no se puede y no se puede, punto. Hay algo, un toque de algo, mágico, inexplicable, en la buena prosa. La portan algunos, otros, yo, no. Me las rebusco para saber contar algo, no es falsa modestia, es, a esta altura del partido, reconocimiento. Pero también hay algo secreto que compartimos los que, con buena, con mala prosa, tenemos la imperiosa necesidad de escribir. Todos los días, cada vez, alguien me pega una patada y me recuerda que no he podido, todavía, decir lo que quería. No es que no lo dije con la belleza que quería. Es que no lo dije. La belleza ya no me preocupa. Lo que me obsesiona es escribir siempre sobre lo mismo sin poder decirlo, sin poder repetirme y consolarme, sin abandonarlo. Me sentiría mal si dejo de lado el intento, pero, claro, nunca lo descarto. Hay gente que es así de rara. Hay gente que, todos los días, se debate entre mostrar esa pulsión, esa desnudez en la escritura, o abandonarlo. Amargarse con eso, nada tiene que ver con la tecnología, con las estadísticas, con los decretos de un triunfo; es simplemente renunciar al inmenso placer, secreto y solitario, de ser un buen lector, de tener la gracia de poder, la posibilidad entonces, de ser un buen lector. Pienso y, te digo la verdad, no se me ocurre nada más importante.

En todo caso, seguir, contra todo pronóstico, contra toda evidencia, contra todo realismo. Darle duro, esperar, tener cierta dignidad, mirar lo que sucede, no mirar, escribir, volver a escribir, tener la insoportable sensación de a nadie hablarle, de gritar al vacío, de que no haya eco. Eso te da, convengamos, cierta libertad, una gran libertad. Sí, es que la libertad es, también, ese vacío, esa tensión confusa con la soledad. Solamente un preso puede llenarse el pecho con la libertad, el resto, se atraganta, tose, se le cierra el pecho. La mayoría de la gente tiene miedo a la libertad, no sabría qué hacer con la libertad. Yo, tampoco. Vos, quizás, tampoco. Pero contar, si se lograse contar, ese miedo, entonces uno estaría batiéndose a duelo con la libertad en vez de salir corriendo y darle la espalda.

A veces creo que la persistencia, la tenacidad, son características de la personalidad, y en otras veces, no. Simplemente, uno se obsesiona, enloquece un poco, aprieta las teclas como una pelea de box, queda contra las cuerdas y lo reconoce, pero no deja de mirar al adversario. Puede que éste sea el último round, la última vez. Es una posibilidad. Puede que lo deje, nunca hay que estar seguro de que vale la pena. Eso sí, si lo dejás, nadie va a valorar tu testimonio. No hay porqué. No lo vas a merecer nunca. No hablo del tipo de testimonio, de la forma del testimonio, de los secretos que encierre. Hablo del testimonio a secas. Dejás de merecerlo.

Quizás conviene apretar los dientes, pensar en la posteridad como un adolescente, en una inmensa venganza histórica, en los que así nos educaron, en las páginas amarillas de los libros. Merecer la victoria es más importante que tenerla. Pensar así, me parece, es mejor, mucho mejor que sucumbir a la tentación de los que, con toda razón, te dirán que al fin y al cabo, no es para tanto. Por eso vale la pena, para contradecir a los flojos, a los tibios, a los ganadores. Aún contra las cuerdas, yo no lo dejaría. Le metería duro, más duro todavía, me quedaría la noche en vela, no pararía, no dormiría, le metería duro y parejo, oscilaría, enloquecería, vería que no hay ningún resultado antes de volver a tomar aliento, porque a veces, y de pronto un día, la cosa cambia. Puede suceder, o puede que no.

Cuando más lo necesitás, cuando de verdad hacía falta, por ese minuto, por ese pedazo de tiempo, por eos que una chica una vez te dijo, por eso, uno se sienta, estira los dedos, y piensa que sí, que valió la pena. Siempre sucede. Y si no sucede, también vale la pena.

Hasta el año que viene.